Hace unos años Rodrigo, le envio esta carta a su papa
Inevitablemente cada vez que la leo,no puedo evitar emocionarme ,y derramar lagrimones.
Es que pienso que recuerdos tan lindos han quedado prendido en esa personita ,para que hoy que es una padre de familia pueda decirle a su papa estas cosas :
Pingazo
Lo miro abrazarme para sostenerme en el festejo de mis seis o siete años. Me abraza con su zurda y la cara se le llena de una alegría pura que intenta contagiarme. Como un detalle casi imperceptible, todo un símbolo, veo mi mano apoyándose en su hombro. La torta tiene una sola velita celeste, y la foto no ofrece más pistas… Me entra la duda: ¿Sería su cumple o el mío?… ¿Que importa eso?
¿Quienes somos en aquellos que fuimos hace casi treinta años?.
Lo miro y reconozco mi propio gesto. Como en un juego de espejos, me veo con mis hijos, intentando darles el mismo incomparable calor que el solía darnos sin distinciones de horarios, primeros, segundos o terceros hijos, y sin importar cansancio o problemas del laburo y la vida cotidiana, con una sapiencia natural que hasta el día de hoy admiro con un silencio que -admito- tiene mucho de inútil cobardía.
¡Me siento tan reflejado en mi viejo! Podemos echarle la culpa a los genes, y argumentar que estas cosas se traspasan de generación en generación. Yo prefiero pensar que las señales humanas se aprenden, y que para aprender siempre hacen falta buenos maestros. El es el ejemplo más fiel de mi teoría.
Con su propio ejemplo, me enseñó que el trabajo es el mejor bien de cambio, y el sacrificio una forma de vida.
De tanto admirarlo en silencio, terminé entiendo que la honestidad es la mejor de las virtudes, y trasmitirla a los hijos una tarea de titanes.
De tanto escucharlo, reconocí que la alegría se construye todos los días. Le debo el levantarme de buen humor y saber tener siempre una broma en el bolsillo para salir de una situación de angustia.
Vivir a su lado 20 años me hizo entender, como un estigma, que el amor a la familia debe ser tal vez la razón más importante de nuestra existencia.
Todo eso aprendí de mi viejo. Y mucho más:
Andar en bici y poder conducir un auto de manera decente son mérito suyo.
Aprendí a disfrutar las bondades del mate amargo en aquellas esplendorosas mañanas de Diarioteca.
Conocí tardes “gigantes” a su lado, y hasta supe sentirme campeón, pegados a la radio ese sábado de mayo del 87. ¡Cuanto sufrimos hasta que el Negro metió el penal de la victoria eterna!.
Bajo su influjo, me arrimé por primera vez a un río para pescar: una de las pequeñas grandes enseñanzas que un padre puede dejarle a un hijo.
Supe que los asados se hacen más ricos con maderitas y ramas juntadas en la calle. Aunque hace años que intento imitarlo, reconozco que nunca alcanzaré a hacerle sombra en este arte.
Me enseñó la pasión por la lectura. Toda mi niñez, creo que sin que se diera cuenta, lo observé con secreta devoción mientras devoraba leyendo toda letra que se le cruzara.
Eso somos hoy mi viejo y yo, treinta años después de ese festejo que se perpetúa en la foto de mi escritorio: Dos almas que tienen mucho de gemelas. No, me corrijo: Somos un alma grande que marca siempre el camino a este almita todavía pequeña que intenta parecerse, aunque sea un poquito, a él.
Cipolletti, 15 de junio de 2003,
Inicio de un día del padre que otra vez me sorprende tan lejos y tan cerca.